martes, mayo 31, 2005

Juventud

Cuando me di cuenta de que me había cambiado de bolso, que el monedero se habia quedado en casa y que tenía que pagar el suculento desayuno que me acababa de zampar en la cafetería, era demasiado tarde.
Ni un duro, 20 años, 9:30, en frente de la Universidad, nadie conocido en la cafetería. ¿Qué hacer? Estaba muy apurada, y por más que revolvía dentro de la bolsa, el billetero no estaba.
Me acerqué a la barra, miré a un lado, al otro, hombres hablando y tomando café. Entonces le divisé: un guardia urbano desayunando.
Me armé de valor, me acerqué a él y muerta de vergüenza le conté lo que me había pasado.
-¿Sería usted tan amable de pagarme el desayuno? Si quiere dejo el bolso aquí, voy a mi casa, vuelvo y se lo pago.
Su cara no la puedo reproducir, estaba a medio camino entre la incredulidad y el asombro. Me puse roja como un tomate, a su amigo se le escapaba la risa por la nariz, el camarero tenía los ojos desorbitados, dos mesas detrás mío levantaron la cabeza, un silencio eterno se hizo en toda la cafetería. Me volvió a mirar y me dijo: buuuueno ya pago. Y pagó.
Todavía me pregunto cómo se me ocurrió hacer algo así.

Nunca más me he olvidado el monedero.